Ramón María del Valle-Inclán



AVE SERAFÍN

Bajo la bendición de aquel santo ermitaño
el lobo pace humilde en medio del rebaño,
y la ubre de la loba da su leche al cordero,
y el gusano de luz alumbra el hormiguero,
y hay virtud en la baba que deja el caracol
cuando va entre la hierba con sus cuernos al sol.

La alondra y el milano tienen la misma rama
para dormir. El búho siente que ama la llama
del sol. El alacrán tiene el candor que aroma,
el símbolo de amor que porta la paloma.
La salamandra cobra virtudes misteriosas
en el fuego que hace puras todas las cosas:
es amor la ponzoña que lleva por estigma.
Toda vida es amor. El mal es el Enigma.

Arde la zarza adusta en hoguera de amor,
y entre la zarza eleva su canto el ruiseñor,
voz de cristal que asciende en la paz del sendero
con el airón de plata de un arcángel guerrero,
dulce canto de encanto en jardín abrileño,
que hace entreabrirse la flor azul del ensueño,
la flor azul y mística del alma visionaria
que del ave celeste, la celeste plegaria
oyó trescientos años al borde de la fuente,
donde daba el bautismo a un fauno adolescente
que ríe todavía, con su reír pagano,
bajo el agua que vierte el santo con la mano.

El alma de la tarde se deshoja en el viento,
que murmura el milagro con murmullo de cuento.
El ingenuo milagro al pie de la cisterna
donde el pájaro, el alma de la tarde hace eterna.
En la noche estrellada cantó trescientos años
con su hermana la fuente, y hubo otros ermitaños
en la ermita, y el santo moraba en aquel bien,
que es la gracia de Cristo Nuestro Señor. Amén.

En la luz de su canto alzó el pájaro el vuelo
y voló hacia su nido: una estrella del cielo.
En los ojos del santo resplandecía la estrella,
se apagó al apagarse la celestial querella.
Lloró al sentir la vida: era un viejo muy viejo
y no se conoció al verse en el espejo
de la fuente; su barba, igual que una oración,
al pecho dábale albura de comunión.
En la noche nubaba el Divino Camino,
el camino que enseña su ruta al peregrino.
Volaba hacia el Oriente la barca de cristal
de la luna, alma en pena pálida de ideal,
y para el santo aún era la luna de aquel día
remoto, cuando al fauno el bautismo ofrecía.

Fueran como un instante, al pasar, las centurias...
El pecado es el tiempo: las furias y lujurias
son las horas del tiempo que teje nuestra vida
hasta morir. La muerte ya no tiene medida:
es noche, toda noche, o amanecer divino
con aromas de nardo y músicas de trino:
un perfume de gracia y luz ardiente y mística,
eternidad sin horas y ventura eucarística.

Una llama en el pecho del monje visionario
ardía, y aromaba como en un incensario;
un fulgor que el recuerdo de la celeste ofrenda
estelaba como una estela de leyenda.
Y el milagro decía otro fulgor extraño
sobre la ermita donde morara el ermitaño...

El céfiro, que vuela como un ángel nocturno,
da el amor de sus alas al monte taciturno,
y blanca como un sueño, en la cumbre del monte,
el ave de la luz entreabre el horizonte.

Toca el alba en la ermita un fauno la campana.
Una pastora canta en medio del rebaño,
y siente en el jardín del alma el ermitaño
abrirse la primera rosa de la mañana.

Ramón María del Valle-Inclán

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