AL NIÑO ALFREDO
Blanco jazmín que la aurora
con sus lágrimas rocía,
que sin penas ni dolores
del vicio exento respiras.
Duerme, ¡oh niño!, descuidado
de la senda de la vida,
mientras goces de la infancia
dulce al par que fugitiva.
Duerme, duerme y con sus alas
cubra tu frente divina
un serafín que te guarda
de las pasiones mezquinas.
En gratas visiones ríe,
puros aromas aspiras,
es muy cándido tu sueño
y son muchas sus delicias.
Tal vez, ¡ay!, con tu inocencia
deliró mi fantasía
y vi un mundo seductor
a través de un falso prisma.
Trocado en blando deleite
vi luego el amargo acíbar
y por verdad tuve un sueño
que hiciera común tu dicha.
Duerme, Alfredo, que al tender,
joven ya, tu ansiosa vista
por un mar tan borrascoso,
donde el más fuerte peligra,
has de ver la horrenda lucha
del engaño y la artería,
del placer y del dolor,
del orgullo y de la envidia.
Duerme, sí, porque ese sueño,
muy más puro que la brisa,
pulirá cual niebla débil
del aquilón impelida,
y el torbellino espantoso
en que los hombres se agitan
sucederá a la bonanza
que tu corazón cautiva.
Esa edad tan placentera,
de paz y candor henchida,
esa edad que de otros goces
preludio ser debería,
para no volver se aleja,
así como tras los días
se van cuantas esperanzas
concilie el alma sencilla.
¡Pobre niño!, flor temprana
que brillas en el pensil,
¿quién sabe si habrá mañana
alguna mano profana
que te marchite tu abril?
¿Quién sabe si al despertar
de tu infancia candorosa
habrás sólo de encontrar
senda estéril de pesar
en esta vida afanosa?
¿Quién sabe si el porvenir
que a tus ojos se presenta
es un cielo de zafir,
o si debes combatir
el horror de la tormenta?
¿Quién puede decir "yo sé
cuál ha de ser mi destino,
y el arcano penetré
que a todos oculto fue
tras un velo diamantino"?
¿Quién bastará a descifrar,
con sublime inteligencia,
lo que debes esperar
en llegando a despertar
de tu sueño de inocencia?
¡Ay! que en vano corre el hombre,
en su loca fantasía,
sin que el peligro le asombre,
tras de un efímero nombre
por una y por otra vía.
En vano busca el placer;
pues sólo encuentra el dolor,
y es tristísimo correr
con anhelo y no poder
hallar amor por amor.
Y muy triste, a la verdad,
perder la dicha y la calma,
y trocar en liviandad
el tesoro de la edad
en que fue cándida el alma.
Duerme, pues, que si al salir
de ese sueño de la infancia
has de llegar a sufrir,
como una flor que al morir
pierde belleza y fragancia,
vale más no despertar;
pues si te adora tu padre,
cuando llores no has de hallar
una dulcísima madre
que te llegue a consolar.
Duerme, sí, y el Cielo santo,
¡oh niño!, quiera extender
sobre ti su hermoso manto
y enjugue siempre tu llanto
si te mira padecer.
¡Que nadie puede decir,
con sublime inteligencia,
cuál será tu porvenir,
ni si un cielo de zafir
se despliega a tu presencia!
Manuel Cañete
con sus lágrimas rocía,
que sin penas ni dolores
del vicio exento respiras.
Duerme, ¡oh niño!, descuidado
de la senda de la vida,
mientras goces de la infancia
dulce al par que fugitiva.
Duerme, duerme y con sus alas
cubra tu frente divina
un serafín que te guarda
de las pasiones mezquinas.
En gratas visiones ríe,
puros aromas aspiras,
es muy cándido tu sueño
y son muchas sus delicias.
Tal vez, ¡ay!, con tu inocencia
deliró mi fantasía
y vi un mundo seductor
a través de un falso prisma.
Trocado en blando deleite
vi luego el amargo acíbar
y por verdad tuve un sueño
que hiciera común tu dicha.
Duerme, Alfredo, que al tender,
joven ya, tu ansiosa vista
por un mar tan borrascoso,
donde el más fuerte peligra,
has de ver la horrenda lucha
del engaño y la artería,
del placer y del dolor,
del orgullo y de la envidia.
Duerme, sí, porque ese sueño,
muy más puro que la brisa,
pulirá cual niebla débil
del aquilón impelida,
y el torbellino espantoso
en que los hombres se agitan
sucederá a la bonanza
que tu corazón cautiva.
Esa edad tan placentera,
de paz y candor henchida,
esa edad que de otros goces
preludio ser debería,
para no volver se aleja,
así como tras los días
se van cuantas esperanzas
concilie el alma sencilla.
¡Pobre niño!, flor temprana
que brillas en el pensil,
¿quién sabe si habrá mañana
alguna mano profana
que te marchite tu abril?
¿Quién sabe si al despertar
de tu infancia candorosa
habrás sólo de encontrar
senda estéril de pesar
en esta vida afanosa?
¿Quién sabe si el porvenir
que a tus ojos se presenta
es un cielo de zafir,
o si debes combatir
el horror de la tormenta?
¿Quién puede decir "yo sé
cuál ha de ser mi destino,
y el arcano penetré
que a todos oculto fue
tras un velo diamantino"?
¿Quién bastará a descifrar,
con sublime inteligencia,
lo que debes esperar
en llegando a despertar
de tu sueño de inocencia?
¡Ay! que en vano corre el hombre,
en su loca fantasía,
sin que el peligro le asombre,
tras de un efímero nombre
por una y por otra vía.
En vano busca el placer;
pues sólo encuentra el dolor,
y es tristísimo correr
con anhelo y no poder
hallar amor por amor.
Y muy triste, a la verdad,
perder la dicha y la calma,
y trocar en liviandad
el tesoro de la edad
en que fue cándida el alma.
Duerme, pues, que si al salir
de ese sueño de la infancia
has de llegar a sufrir,
como una flor que al morir
pierde belleza y fragancia,
vale más no despertar;
pues si te adora tu padre,
cuando llores no has de hallar
una dulcísima madre
que te llegue a consolar.
Duerme, sí, y el Cielo santo,
¡oh niño!, quiera extender
sobre ti su hermoso manto
y enjugue siempre tu llanto
si te mira padecer.
¡Que nadie puede decir,
con sublime inteligencia,
cuál será tu porvenir,
ni si un cielo de zafir
se despliega a tu presencia!
Manuel Cañete
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