ROMANCE DEL FUSILADO
La fuente que hay en la plaza
llora por sus cinco caños.
El pueblo, ya no es el pueblo.
El campo, ya no es el campo.
Las callejuelas desiertas
envuelven silencios largos,
y todas las casas miran
con sus ventanas de espanto.
Los mozos... ¡si los hubiera!
Las mozas... mejor no hablarlo.
Las viejas, todas las tardes
vienen a llenar sus cántaros
-los españoles de luto
sobre sus cabellos blancos-
y los suspiros de pena,
el aire van ensanchando.
¡Tragedia del pueblo, pueblo!
¡Lástima del campo, campo!
Y la fuente de la plaza
llora por sus cinco caños.
Tres días, con sus tres noches,
le fueron busca, buscando.
Tres días con sus tres noches...
Le cogieron la del cuarto.
Entre dos guardias civiles
por las calles le llevaron;
mirar húmedo, de viejos,
le iba siguiendo los pasos.
Erguida la altiva testa,
a la espalda las dos manos...
¡Quién sabe qué lejanías
iban sus ojos mirando!
La compañera del preso
-los ojos secos de llanto-
cantaba una nana absurda,
estrujando entre sus brazos
al chiquitín de su amor:
"El mundo está lleno de lágrimas,
la vida llena de dolor..."
El amanecer morado
iba vistiendo de obispos
a un horizonte de álamos.
Los fusiles apuntaban
contra el pecho proletario,
por cima de sus cabezas
se alzaba un puño crispado;
vibró potente el supremo
cantar revolucionario:
"¡Arriba, parias de la tierra...!"
El aire de la mañana
se quebró en cinco disparos.
Aquella Internacional
se le secó a flor de labios;
en medio del ancho pecho
cinco claveles brotaron
y el cuerpo cayó en la tierra.
Los ecos se despertaron
y recorrieron al pueblo,
gimiendo el asesinato:
¡Hoy mataron a un obrero!
Dos viejas se santiguaron;
un hombre vertió blasfemias,
y una mujer vertió llanto.
Los cinco claveles rojos
ya se estaban deshojando.
Zumbó una mosca azul-verde...
Allí mismo le enterraron.
Las tapias del cementerio
le contaban a los pájaros
que, pegado junto a ellas,
un hombre murió cantando.
Poeta Anónimo
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